9 de noviembre de 2007

El ideal

Rubén Dario

Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quien enamorar... Pasó, la vi como quien viera un alba, huyente, rápida, implacable.

Era una estatua antigua como un alma que se asomaba a los ojos, ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma.

Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con la majestad de su belleza, y me vio como una reina y como una paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante, como una visión que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la Naturaleza y de Psyquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, vi el vestido luminoso de la hada, la estrella de su diadema y pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Mas de aquel rayo supremo y fatal sólo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un sueño azul.

El fardo

Rubén Dario

Allá lejos, en la línea como trazada con un lápiz azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus rayos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardas pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.

Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra, y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.
-Eh, tío Lucas, ¿se descansa?

-Sí, pues, patroncito.

Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entabler con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña.

Yo veía con cariño a aquel rudo viejo, y le oía con interés sus relaciones, así, todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencias para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casad, y tuvo un hijo, y...

Y aquí el tío Lucas:

-Sí, patrón; !hace dos años que se me murió!

Aquellos ojos, chicos y relumbrantes bajo las cejas grises peludas, se humedecieron entonces:
-¿Que cómo se me murió? En el oficio, por darnos de comer a todos; a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.

Y todo me lo refirió, al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían de brumas y la ciudad encendía sus luces; él en la piedra que le servía de asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja y de estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios pantalones arremangados hasta el tobillo.

El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a la escuela desde grandecito; pero los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho.

El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.

Su mujer llevaba la maldición del vientre de las pobres: la fecundidad. Había, pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar que comer, a buscar harapos, y, para eso, quedar sin alientos y trabajar como un buey. Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle su industria; pero como entonces era tan débil, casi un armazón de huesos, y en el fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo, y volvió al conventillo. ¡Ah, estuvo muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivían en uno de esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas, en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas, alumbrada de noche por escasos faroles, y donde resuenan en perpetua llamada a las zambras de echacorvería, las arpas y los acordeones, y el ruido de los marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías, a emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Sí!, entre la podredumbre, al estrépito de las fiestas tunantescas, el chico vivió y pronto estuvo sano y en pie.

Luego, llegaron después sus quince años.

El tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo pescador.

Al venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían a la costa con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades de la neblina, cantando en baja voz alguna triste canción, y enhiesto el remo triunfante que chorreaba espuma.

Si había buena venta, otra salida por la tarde.

Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña embarcación, sufrían en el mar la locura de la ola y del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca y todo se fue al agua, y pensó en librar el pellejo. Luchaban como desesperados por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero una racha maldita les empujó contra una roca, y la canoa se hizo astillas. Ellos salieron sólo magullados, ¡gracias a Dios!, como decia el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos lancheros.

¡Sí!, lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras; colgándose de la cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro del macizo pescante que semeja una horea; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle al vapor y del vapor al muelle; gritando: ¡hiiooeep!, cuando se empujaban los pesados bultos para engancharlos en la uña potente que los levanta balanceándolos como un péndulo; ¡sí, lancheros!, el viejo y el muchacho, el padre y el hijo; ambos a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos ganando su jornal, para ellos y para sus queridas sanguijuelas del conventillo.

Íbanse todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos groseros y pesados que se quitaban, al comenzar la tarea, tirándolos en un rincón de la lancha. Empezaba el trajín, el cargar y el descargar. El padre era cuidadoso: -¡Muchacho, que te rompes la cabeza! ¡Que te coge la mano el chicote! ¡Que vas a perder una canilla! Y enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas palabras de roto viejo y de padre encariñado.

Hasta que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el reumatismo le hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.

¡Oh! Y había que comprar medicinas y alimentos; eso sí.

-Hijo, al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado.

Y se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena diaria.

Era un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle rodaban los carros sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la gran confusión del trabajo que da vértigo, el son del hierro; tranqueteos por doquiera; y el viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo.

Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas con otros lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha repleta de fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga cadena que remata en un garfío, sonando como una matraca al correr con la roldana; los mozos amarraban los bultos con una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el garfio, y entonces éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un badajo, en el vacío.

La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando en cuando la embarcación colmada de fardos. Estos formaban una a modo de pirámide en el centro. Había uno muy pesado, muy pesado. Era el más grande de todos, ancho, gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre él era pequeña figura para el grueso zócalo.

Era algo como todos los prosaísmos de la importación envueltos en lona y fajados con correas de hierro. Sobre sus costados, en medio de líneas y de triángulos negros, había letras que miraban como ojos. Letras "en diamante", decía el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando menos, limones y percalas.

Sólo él faltaba.

-¡Se va el bruto!- dijo uno de los lancheros.

-¡El barrigón!- agregó otro.

Y el hijo del tío Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir a cobrar y a desayunarse, anudándose un pañuelo de cuadros al pescuezo.

Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran lazo al fardo, se probó si estaba bien seguro, y se gritó ¡Iza!, mientras la cadena tiraba de la masa chirriando y levantándola en vilo.

Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso fardo, se zafó del lazo como de un collar holgado saca un perro la cabeza; y cayó sobre el hijo del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran bulto, quedó con los riñones rotos, el espinazo desencajado y echando sangre negra por la boca.

Aquel día, no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho destrozado al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería de la mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver a Playa Ancha.

Me despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta, en tanto que una brisa glacial que venía de mar afuera pellizcaba tenazmente las narices y las orejas.

Acuarela 1


Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas y más violetas que rosas. Un bello y pequeño jardín, con jarrones, pero sin estatuas; con una pila blanca, pero sin surtidores, cerca de una casita como hecha para un cuento dulce y feliz.

En la pila, un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudiendo las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la forma del brazo de una lira o del asa de un ánfora, y moviendo el pico húmedo y con tal lustre como si fuese labrado en un ágata de color de rosa.

En la puerta de la casa, como extraída de una novela de Dickens, estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas, clásicas, con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuerpo encorvado, las mejillas arrugadas, mas con color de manzana madura y salud rica. Sobre la saya obscura, el delantal.

Llamaba:

-¡Mary!

El poeta vió llegar una joven de un rincón del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para meditar en que son adorables los cabellos dorados, cuando flotan sobre las nucas marmóreas, y en que hay rostros que valen bien por un alba.

Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre las rosas -quince años, sí, los estaban pregonando unas pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una frescura primaveral, y una falda hasta el tobillo que dejaba ver el comienzo turbador de una media de color de carne;- aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus arcos verdes, aquellos durazneros con sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de alas cristalinas e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de sus plumas, y zambulléndose entre espumajeos y burbujas, con voluptuosidad, en la transparencia del agua; la casita limpia, pintada, apacible, de donde emergía como una onda de felicidad; y en la puerta la anciana, un invierno, en medio de toda aquella vida, cerca de Mary, una virginidad en flor.

Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí, con la satisfacción de un goloso que paladea cosas exquisitas.

Y la anciana y la joven:

-¿Qué traes?

-Flores.

Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que revolvía con una de sus manos gráciles de ninfa, mientras, sonriendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en redondo dejaban ver un color de lapislázuli y una humedad radiosa.

El poeta siguió adelante.

La Novia de Tola

Publicado por La Prensa , 12 marzo 2000

A sólo 13 kilómetros al norte de Rivas se encuentra un pequeño pueblo que debe su fama a un hecho histórico, que en su momento fue el mayor escándalo social de la época, a tal punto que de él se han creado versiones que rayan en lo mítico y lo folklórico, pero que en el poblado todavía quedan personas que dan fe de que aquí nació la verdadera historia de la Novia de Tola.

Existen varias versiones sobre la historia de la novia de Tola, pero todas coinciden en que el propio día del matrimonio de una joven llamada Hilaria con su prometido Salvador Cruz, éste la dejó plantada esperando frente a la iglesia porque otra señora con la que tenía amoríos y que vivía en las afueras del caserío se le adelantó y le frustró la boda.

Según una de las versiones, Hilaria estaba feliz con los preparativos de su boda que para ella sería con el amor de su vida. El oficio religioso estaba previsto a realizarse en Belén, ya que para entonces en su natal Tola no había parroquia católica.

Sucedió que en la víspera del casamiento los novios habían acordado encontrarse en la iglesia de Belén, pero Salvador decidió antes de casarse, pasar despidiéndose de la Juanita, que era otra joven con la que tenía relaciones amorosas a escondidas, pero al llegar donde ésta, que ya estaba enterada que Salvador se iba a casar con Hilaria, lo tomó fuerte y le dijo: “vos no te vas a casar con otra, conmigo te vas a casar” y lo llevó directo donde el padrecito para que los casara, dejando plantada a la novia oficial, frente a la iglesia.

Otra versión que cuentan en Tola es que cuando Salvador Cruz llegó a despedirse de su Juanita, en la misma mañana de su boda, ésta le dio de beber bastante chicha de maíz hasta dejarlo bien “picado” para evitar que llegara al casamiento con Hilaria, que vestida con el tradicional traje blanco de novia, esperó y esperó en el atrio de la iglesia, hasta que se convenció que su novio nunca llegaría.

LA TRAGEDIA DE LA NOVIA DE TOLA.
Ocurre por 1870 la pareja de enamorados Salvador Cruz, un jovenazo simpático, rico, parrandero y mujeriego le propone matrimonio a Hilaria Ruiz una jovencita muy bonita, dulce e inocente.

Al parecer ellos estaban locamente enamorados, o por lo menos eso aparentaban.

De Salvador, sin embargo se sabe, que parecía ya cansado de tanto mujerear y en sus casi treinta primaveras conquista a Hilaria, muy ingenua.. quien estaba advertida por todos sus amigos y familiares de no casarse con semejante bandido.

Todo el pueblo murmuraba de que este era el mismo hombre que visitaba la Juana Gazo, una vecina de por el lado del Río de Tola.

Un pariente de Hilaria en Belén, en donde estaba ubicada la parroquia mas cercana, ofrece su casona para la fiesta de la boda.. y ese día muy de madrugada se prendieron todos los candiles de la casa y el olor a cafecito madrugador reunía la parentela a cargo de realizar los preparativos, ...

El silencio de la noche se interrumpió y se escuchaban las primeros crujidos de leña prendida en aquel fogón de piedra, ..nacatamales y chicha aguardaban a los invitados a la gran boda.

Rosa, prima de Hilaria llamaba a los chavalos para que la ayudaran en la correteada de las gallinas, chompipes y chanchos....

Como un espanto en las tinieblas de aquella madrugada se escuchaban los alaridos de aquella chancha bien gorda en terror ante su eventual sacrificio.

Mas tarde llegaron los chicheros con sus guitarrones y sus grandes panas de aluminio que usaban para hacer el pom pom del bajo...todo estaba preparado.

Y en todo el pueblo la bulla y alegría del acontecimiento que ya era la novedad...

La mamita Juana compartía con la parentela historias de antiguos casamientos...las historias felices de las bodas famosas de aquella parroquia en Belén..

Mientras Rosa correteaba a sus seis chavalos ..entre sus otros primos y parientes..estos corrían de arriba para abajo, en la casona. Los detalles habidos y por haber, de la boda estaban todos listos..

Salvador Cruz, por el otro lado había pasado la noche en Tola, y como a las once del día se dirige hacia Belén...pero en el camino se da un resbalón por el estanco del Río de Tola ..en donde vivía su famosa Juana Gazo.

Juana sabia que todo estaba terminado con su amante y pretendiendo aceptar la realidad del matrimonio ofrece que para despedirse brinden por el futuro de la pareja.

Salvador parrandero no muy corto y perezoso le entra al guarón y se emborracha en los brazos de Juana una vez más.

Mientras en Belén …en el altar de la iglesia Hilaria lloraba profundamente en desconsuelo...

La familia, sus invitados y el pueblo presenciaba con tremenda tristeza esta tragedia al final.

Desde entonces nació la leyenda de la Novia de Tola, que sacó del anonimato a este municipio y dio a nuestro lenguaje un dicho que ahora se utiliza mucho cuando alguien se queda esperando a otra persona y ésta no da señales de vida, por lo que bien le cae aquello de “Te dejaron esperando como la Novia de Tola.”

1 de noviembre de 2007

El juego perfecto

Nota: Particularmente me gusta este cuento porque, si sos aficionado al béisbol y has estado en un estadio, te transportas al mismo. El Dr. Ramírez, a pesar de no ser periodista deportivo, conoce a la perfección la jerga beisbolera. El cuento recrea perfectamente el ambiente de un juego de béisbol. Que lo disfruten.

Por Sergio Ramirez Mercado

Siempre que subía tan apresurado por la boca de la gradería sólo tenía ojos para el bull-pen, ver si al muchacho se lo habían sacado a calentar, si al fin el manager se decidiría a ponerlo esa noche de abridor. Pero el bus se había descompuesto en la carretera sur y ahora venía con tanto retraso, el juego Boer-San Fernando qué años comenzado. Desde la tiniebla del túnel impregnado de olor a orines había oído el largo pujido del umpire cantando un strike, y casi corriendo, con el portaviandas colgando de la mano, la botella bajo el brazo, emergió a la blanca claridad que parecía bajar como un vapor lechoso desde el mismo cielo estrellado.

Procuraba llegar temprano al estadio, cuando todavía el manager del San Fernando no había entregado el line-up al umpire principal y los pitcheres seguían calentando en el bull-pen. A veces le sacaban a calentar al muchacho, y entonces se pegaba a la malla, con los dedos engarzados en el tejido de alambre para que lo viera que ya estaba allí, que ya había llegado. El muchacho era tímido y se hacía el desentendido mientras seguía tirando silencioso y desgarbado, para volver siempre a la banca cuando comenzaba el juego. Nunca, desde el principio de la temporada cuando el San Fernando se lo firmó para la liga profesional, se lo habían sacado a abrir. Y a veces ni a calentar. Algunas noches le daba la respuesta con la cabeza desde las sombras del dog-out: no, esa vez tampoco.

Pero ahora que llegaba tan tarde al juego, tras otear en la verde distancia del campo iluminado, lo descubrió al instante en la lomita, flaco y medio conchudo como era, estudiando la señal del catcher. Y antes de que pudiera poner en el suelo el portaviandas para ajustarse mejor los anteojos, lo vió armarse y tirar.

¡Strike! oyó vibrar otra vez el sostenido pujido del umpire en la noche calurosa. Volvió a otear, ahora llevándose las manos al ala del sombrero: era él, el muchacho estaba tirando, se lo habían sacado a abrir. Lo vió recoger con desgano la bola que le devolvía el catcher, limpiarse el sudor de la frente con la mano del guante. Le falta un poquito de pulimento, le falta lija, pensó orgulloso.

Recogió el portaviandas y como si temiera hacer ruido, caminó con cuidado, casi de puntillas, hasta la frontera entre los palcos del home-plate y la gradería de sol, lo más cerca posible del dog-out del San Fernando. Todavía no sabía qué estaba ocurriendo en el juego, a qué altura iba, sólo que el muchacho estaba allí al fin en la lomita bajo la luz de las torres, mientras la noche se extendía más allá de la pizarra, más allá de las graderías.

Un batazo que ascendía inofensivo lo detuvo en su camino. El short-stop retrocedía unos pasos y abrió los brazos en señal de que era suyo. Lo cogió tranquilamente, tiró la bola al campo y todo el equipo corrió hacia el dog-out. Final de inning, y el muchacho se vino caminando sin prisa, la cabeza gacha.

En realidad, el estadio estaba casi vacío. No se oían aplausos ni gritos y parecía más bien un día de práctica de esos que congregan a unos cuantos curiosos, los espectadores concentrados en pequeños grupos, como si tuvieran frío.

Aún de pie, estudió la pizarra que se alzaba a lo lejos detrás de la barda abigarrada de anuncios de colores, ya en la zona donde la luz de las torres no caía directamente y se comenzaba a crear una penumbra. La pizarra era como una casa con ventanas, dos ventanas para las anotaciones de cada inning por donde se veían las siluetas de los empleados encargados de colocar los números. La sombra de uno de los empleados cerraba la ventana de la parte baja del cuarto inning con un cero:

A su muchacho no le habían pegado ni un hit, ni el cuadro le había cometido error, por lo tanto iba pitcheando perfecto. Perfecto, volvió a limpiar los anteojos en la falda de la camisa, el portaviandas otra vez en el suelo, la botella prensada bajo el brazo, empañándolos con el aliento y volviéndolos a limpiar.

Ascendió unas cuantas gradas para entrar en el grupo de espectadores más próximo, y se sentó junto a un gordo manchado de bienteveo, vendedor de quinielas. El gordo tenía a su alrededor un halo de cáscaras de maní que escupía continuamente mientras quebraba las cáscaras con los dientes y masticaba las semillas.

A su lado, en la grada, puso el portaviandas y la botella. En el portaviandas traía la cena que ella le preparaba al muchacho para que se la comiera al terminar cada juego. La botella era de café con leche.

- ¿No ha habido carrera?- preguntó al grupo, para cerciorarse de que la pizarra no le mentía, volteándose penosamente. Un mal aire en el cuello, viejo de tenerlo, no le permitía girar con libertad la cabeza.

El gordo lo miró con esa segura familiaridad de los espectadores de beisbol. Todos se conocen en las graderías aunque nunca se hayan visto en la vida.

-¿Carrera?- se sorprendió el gordo como frente a una gran herejía, sin dejar de meterse los maníes en la boca. Al flaquito ese del San Fernando no le han tocado la primera base.

-Si es un muchachito- dijo una mujer que estaba en la fila de atrás, estirando la boca con la compasión que se habla de los niños muy tiernos. La mujer tenía dientes de oro y usaba anteojos como de culo de botella. A sus pies custodiaba una gran cartera.

Otro de los espectadores que estaba sentado más arriba se rió, complaciente, con toda su boca chintana.

-¿De dónde habrán sacado a esa quirina?

El se esforzó en voltear otra vez la cabeza para encontrar aquella boca grosera que había llamado quirina al muchacho. Se acomodó los anteojos para mirarlo mejor, con todo su reproche. A los anteojos les faltaba una pata, y en lugar de la pata se los amarraba a la oreja con un cordón de zapatos.

-Es mi hijo- les notificó a todos, recorriendo sus caras de manera desafiante, pese a la dificultad. El chintano seguía con la misma mueca de risa pero no dijo nada. El gordo le dió unas palmaditas afectuosas en la pierna, sin dejar de escupir las cáscaras.

Cero carrera, cero hit, cero error. Era su hijo, estaba pitcheando al fin, y estaba pitcheando sin mácula. Se sintió seguro allí en la gradería.

Y los altavoces roncos anunciaron que era precisamente el muchacho quien salía a batear ahora que le tocaba el turno al San Fernando.

Se lo poncharon rápido. Uno de los cargabates corrió a pasarle la chaqueta para que no se le enfriara el brazo.

-Buen bateador no es- explicó sin mirar a nadie.

-No se ha inventado todavía el pitcher que sepa batear- contestó la mujer.

La mujer no parecía andar con su marido y extrañaba verla en el grupo de hombres. Esta mujer que debía ya estar acostada en su cama a semejantes horas, sabe de beisbol, pensó agradecido.

Ella, por el contrario, nunca había querido coger camino de noche para acompañarlo al estadio; le alistaba al muchacho el portaviandas con su cena y se quedaba oyendo la partida aunque no le entendiera, sentada junto al radio en el taller de zapatería que les servía de cuarto y de cocina.

Ahora el San Fernando se tendía en el terreno después de batear sin pena ni gloria. El juego seguía cero a cero y el muchacho regresaba a la lomita. Cierre del quinto inning.

-Vamos a ver cómo se porta- dijo el gordo cariñosamente. -Yo soy boerista a muerte, pero delante de un buen pitcher me quito el sombrero-. Y acto seguido se quitó la gorra amarilla con la insignia de Allys-Chalmer y la paseó alrededor de su cabeza, como en homenaje.

El cuarto bate del Boer era el primero que salía a batear, un yankote chele, importado. Mascaba chicle, o tabaco. Debió haber sido tabaco porque la pelota le abultaba en el carrillo y escupía continuamente.

El muchacho le lanzó tres veces nada más. Tres strikes de filigrana, el último una curva que quebró perfecta, en la esquina de afuera del plato. El yanki ni siquiera pasó el bate una sóla vez, estaba como sorprendido.

-Pasó de noche, -se rió la mujer- el chavalo está crecido.

Después hubo un roletazo al cuadro, fácil. Por último un globito a las manos del tercera base. Estaban los tres outs en un abrir de ojos.

-Vaya, pues -exclamó el chintano- tiene caña esta quirina. Era como para que lo oyera todo el estadio, si el estadio hubiera estado lleno de gente. Pero más allá sólo se extendían las graderías vacías, y en los palcos, unas cuantas chispas de cigarrillo entre las ristras de sillas metálicas, debajo de las cabinas iluminadas de los narradores de radio.

El ya no se molestó en voltear a ver al chabacano. Quince outs colgados. ¿Estaría ella pegada al radio allá en el taller? Algo estaría entendiendo, el nombre del muchacho ya lo habría oído.

Salió el San Fernando otra vez a batear, apertura del sexto inning. Un hombre llegó a primera con un toque sorpresivo y el catcher que era el quinto bate, pegó un doble. Con un corring tremendo el embasado de primera llegó a home. Y aquello fue todo; el inning cayó con una carrera anotada.

-Bueno, -dijo el gordo boerista con cierta tristeza- ahora su muchacho entra con una carrera de ventaja.

Era la primera vez que le decían "su muchacho". Y su muchacho se alejaba otra vez hacia la lomita, encorvado, frágil, la cara afilada bajo la sombra de la visera de la gorra. Un niño, había comentado antes la mujer.

-En junio me cumple los dieciocho años - le confió al gordo.

Pero el gordo se estaba levantando entusiasmado porque de entrada sonaba un batazo largo, por el centerfield. El se consternó cuando vió la bola alejarse hacia semejantes profundidades, pero allá, junto a la cerca esmaltada con sus letras brillantes que parecía recién humedecida de lluvia, el centerfielder fue retrocediendo hasta agarrar el batazo. Se oyó el crujido de la cerca cuando chocó con ella.

El gordo volvió a sentarse, desilusionado.

-Buen cachimbazo-, dijo nada más.

Después hubo un roletazo largo, por la tercera. El hombre de tercera recogió detrás de la almohadilla, engarzó bien y tiró con todo el brazo. Out en primera.

-Le está jugando bonito el cuadro a su muchacho- dijo la mujer.

-¿Y usted con quién va ahora, doña Teresa?- le preguntó el gordo, un tanto ofendido.

-Yo nunca voy con nadie, yo sólo vengo a apostar, pero hoy no hay con quien- contestó ella, tranquila.

Ella llegaba con reales en la cartera, a apostar por todo: bola o strike, se embasa o no se embasa, carrera o no hay carrera. Y el gordo a vender sus quinielas en los sobrecitos.

Ahora el tercer hombre al bate producía un machucón frente al plate, que el catcher recogía rápidamente para matar en primera. El bateador ni siquiera se molestó en correr, lo que ofendió al gordo.

-¿Y a este huevón para qué le pagan? ¡Huevón!- gritó, haciendo bocina con las manos.

Desde la lejanía de las graderías desiertas alguien se acercaba con un radio al oído. Un pequeño transmisor celeste, de plástico. El gordo llamó al dueño del radio por su nombre, para que se acercara.

-¿Qué está diciendo Sucre?- le preguntó.

-Que aquí puede haber juego perfecto.

El dueño del radio hablaba con la entonación de Sucre Frech.

-¿Eso dice?- preguntó él, enronquecido por la emoción. Se amarró mejor a la oreja el cordón de zapatos de los anteojos, como si necesitara ver bien lo que le estaban contando.

-Subile el volumen- pidió el gordo. El dueño del radio lo puso sobre la grada y le subió el volumen. El gordo hizo el ademán de tirarse a la boca un maní invisible, y masticó: los que se quedaron tranquilos en su casa esta noche están despreciando este regalo de la suerte, la posibilidad de ver pitchear por primera vez en la historia patria un juego perfecto. No saben de lo que se están perdiendo.

Y la apertura del séptimo inning, el inning de la suerte. El San Fernando al bate: un hombre recibió una base por bolas, pero no logró pasar de primera, lo agarraron movido; después un hit más, pero no hubo nada, una línea de aire a las manos del pitcher, un ponchado, el juego iba rápido.

Otra vez el Boer iba a batear y en el lucky-seven, al muchacho le tocaba enfrentar la batería gruesa, una carga pesada aquí en el cierre del séptimo inning, el inning de las cábalas, las sorpresas y los sustos. A temblar todo el mundo.

El estaba temblando, como si le fuera a entrar fiebre, a pesar del calor. Miró penosamente hacia atrás para ver qué cara estaba poniendo el chintano. Pero el chintano se había quedado abstraído y silencioso, pegado al radio azul. El viento tibio parecía alejar la voz de Sucre Frech, sumergida en la estática.

El pujido del umpire era real, se podía tocar.

¡Strike three! El muchacho se había ponchado al primero.

-Lo que esta quirina está tirando son pedradas- musitó el chintano como rezando, las manos pegadas a la barbilla.

Vió levantarse serenísima la bola en la blanca claridad, un globo que pegado a la raya viene buscando el leftfielder: se coloca lentamente, espera ¡captura la bola! para el segundo out del inning.

La mujer se golpeó entusiasmadamente las rodillas.

-¡Eso, eso!- dijo. En sus anteojos de culo de botella el mundo parecía al revés.
El gordo masticaba aire en silencio.

Bola, alta, la primera. El chintano se paró como para desentumirse, pero era pura muina. Foul, hacia atrás. Primer strike.

Uno y uno la cuenta para el bateador. Foul, de machucón. Lo pone en dos y una.

Y el campo calmo, silencioso, los outfielderes jugando a media distancia, inmóviles. Un camión pasando lejano hacia la carretera sur.

Foul, hacia atrás, tres foules seguidos. El hombre no quería rendirse.
¡Strike!

La bola pasó como un bólido por el centro del plate, el bateador ni siquiera la vió y se quedó con la carabina al hombro.

¡Final del séptimo inning!

Y se oyeron aplausos desperdigados, como hojas secas. Los aplausos tardaban en llegar a sus oídos en aquellas soledades. Y antes de poder girar la cabeza se rió. Sabía que todos los del grupo, el chintano, incluso el gordo, estaban contentos.

-Esto es grande, aunque me duela- dijo el gordo con gravedad.

Ahora Sucre Frech estaba hablando de Don Larsen, que hacía sólo dos años había pitcheado en una serie mundial el único juego perfecto en la historia de las grandes ligas, la hazaña a la cual este pitcher desconocido de Nicaragua parece acercarse ahora paso a paso, lanzamiento por lanzamiento.

Estaban comparando con Don Larsen al muchacho que había regresado al dog-out para sentarse tranquilo en el extremo de la banca, callado allí en su rincón, como si nada. Sus compañeros de equipo hablando de otras cosas como si nada, el manager como si nada. Managua en la oscuridad, dormida, como si nada. Y él mismo allí como si nada, ni siquiera se había acercado a la malla como siempre, para dejarse ver, que supiera que ya estaba allí.

Un muchacho desconocido y novato, que me dicen es de Masatepe, ha firmado este mismo año por el San Fernando. Su primera experiencia de abridor en la liga profesional, su primera oportunidad, y aquí está: lanzando un juego perfecto. ¡Quién lo iba a decir!

-Juego perfecto significa la gloria- asintió el gordo, que estaba poniendo atención religiosa al radio.

-Eso es asunto de pasar ya a las grandes ligas. Ya, mañana mismo, y agarrar la marmaja- afirmó la mujer, haciendo un gesto como de enseñar los billetes.

El se sintió emocionado y envalentonado. Burlón, miró casi de reojo al chintano: aquí está tu quirina, quería decirle. Pero el chintano, lejos de querer desafiarlo, meneó la cabeza con respeto.
Los altavoces repitieron dos veces el nombre del primer bateador del San Fernando. Llegó a primera con un infield hit y el siguiente bateó para dobleplay, un roletazo al short. Al muchacho que cerraba la tanda se lo volvieron a ponchar, y cayó el inning.

-¡Apúrense que quiero ver pitchear a la quirina!- gritó el chintano cuando el Boer salía del terreno, pero a nadie le cayó en gracia. El gordo lo calló: ¡ssshhh!

Y allí se apagaban otra vez las luces rojas de los strikes y de los outs en la pizarra lejana, y ahora al cierre del octavo. Todo mundo, a amarrarse los cinturones.

El muchacho volvió a la lomita. Allí estaba ya otra vez, sudoroso, estudiando la señal del catcher. Todo lo que le había sacado al brazo esa noche no era juguete, haciendo historia con el brazo. ¿Se estarían dando cuenta en Masatepe? ¿Estaría la gente despierta en el barrio? La noticia ya debía haber corrido a esas horas, estarían abriendo las puertas, encendiendo las luces, congregándose en las esquinas, porque el hijo del pueblo estaba pitcheando un juego perfecto.

¡Strike, tirándole, al primero!

Otra vez el yanki, cuarto bate del Boer, plantado frente al plato blandía el bate con rabia, la pelota de tabaco tensa en el cachete.

Antes de que se diera cuenta, el muchacho le atravesó el segundo strike.

No trajo bolas malas el chavalo, las dejó todas en su casa. Allí va otro lanzamiento de humo: ¡Strike, le cantan el tercero! ¡Se ha ponchado!

El yanki tiró el bate furioso, tan duro que fue a rebotar cerca del dog-out del Boer. El chintano lo silbó, llevándose los dedos a la boca.

-¿Se da cuenta, amigó?- le tocó el brazo el gordo de las quinielas. Cinco outs más, y usted también pasa a la inmortalidad, por ser su padre.

Sucre Frech estaba hablando ahora de la inmortalidad en el radito celeste que vibraba sobre la dura gradería de cemento, de los grandes inmortales del deporte rey, Managua entera debería estar ya aquí para presenciar la entrada de un muchacho humilde y desconocido en la inmortalidad. Y él asentía, aterido, todo Managua debería estar ya aquí a estas horas, la gente entrando apresurada por los túneles, emergiendo apiñada en las bocas de las graderías, repletando los palcos, en pijamas, en chinelas, en camisola, levantándose de sus camas, cogiendo taxis, viniéndose a pie a ver la gran hazaña, la hazaña única: línea dura, durísima, entre center y left.

Desde la nada el leftfielder apareció corriendo hacia adelante y extendiendo el brazo en la carrera engarzó como por magia la bola, que ahora devolvía tranquilamente al cuadro. ¡Segundo out del inning!

El se había querido poner de pie, pero no pudo. La mujer vió la jugada entre los dedos, cubriéndose los ojos con las manos.

El chintano le tocó el hombro.

-En cuanto acabe este inning lo quieren entrevistar de Radio Mundial. Sucre Frech, en persona -le dijo-, y chifló sin sacar ningún sonido de su boca desdentada.

-¿Y cómo saben que él es el papá?- preguntó el gordo.

-Yo les fui a decir- contestó el chintano, la boca llena con su risa odiosa: roletazo por primera, entra el hombre de primera, captura, va a asistir el pitcher. ¡Un out fácil! ¡Out en primera!
-¡Vamos todos!- ordenó el gordo.

El grupo entero se puso de pie. El gordo encabezaba la procesión que se dirigió hacia los palcos, para que él hablara desde la cabina de Radio Mundial. Subieron por entre las silletas vacías y desde la ventana de la cabina Sucre Frech le alcanzó el micrófono.

Cogió el micrófono con miedo. El chintano empujaba para acercarse, la mujer pelaba los dientes de oro con su cartera de los reales colgada del brazo, como si fueran a retratarla. El gordo ponía oído, circunspecto.

-Déle sin miedo, viejito- lo animó el chintano por lo bajo.

Ahora ya no se acuerda las palabras que dijo, pero mandó un saludo a toda la fanaticada nacional, y en especial a la de Masatepe, a su señora esposa y madre del pitcher, a todo el barrio de Veracruz.

Yo lo hice como pitcher, hubiera querido haber continuado, desde la edad de trece años le empecé a cultivar el brazo, a los quince abrió su primer juego con el "General Moncada", todos los días yo mismo lo llevaba por delante en la bicicleta a su práctica, yo le cosí su primer guante en la zapatería, los spikes que anda ahora puestos son hechos míos.

Pero ya le quitaban el micrófono porque Sucre Frech tenía que empezar a narrar, apertura del noveno inning y el San Fernando en su último turno al bate, el juego una a cero. De lo que se están perdiendo los que no vinieron.

Y otra vez se fue en cero el San Fernando, en lo que volvieron a sus lugares en la gradería ya había un out, y los otros outs vinieron sin sorpresas. Y todo mundo lo que quería era entrar a la hora de la verdad, la última bateada del Boer, el último desafío para el muchacho que tanto se había agigantado a lo largo de la jornada:

Todo era cosa de un cero más en la pizarra, cerrar la última ventana abierta por la que se asomaba la cabeza distante del encargado. Ya ni pondrían la tabla, nunca la colocaban al final del juego.

Y cuando el muchacho partió hacia el centro del diamante, todos se quedaron en silencio respetuoso como despidiéndolo para un largo viaje. Desde la gradería lo vió voltear la cabeza un instante hacia él, quería cerciorarse quizás de que estaba allí, que no había dejado de llegar esa noche. ¿Es que lo he dejado solo?, empezó a reprocharse.

-¿Verdad, amigó, que es mejor que no me le haya acercado?- le preguntó de manera muy queda al gordo.

-Sí -sentenció el gordo- será cuando acabe el juego perfecto que vamos a ir todos a abrazarlo.
Bola, alta, la primera.

El catcher tuvo que recibir de pie el lanzamiento. Comienzo del noveno inning, una bola, cero strike.

-Yo no me atrevo ni a ver- dijo la mujer y se cubrió la cara con la cartera de los reales.

El negro que estaba bateando era cubano de los Sugar Kings, ya el muchacho se lo había ponchado una vez. Requeneto y musculoso, el uniforme le quedaba tilinte. Con impaciencia se daba con el bate en las suelas.

-Este negro se ve con ganas de romperle las costuras a la bola- proclamó el chintano.

El segundo lanzamiento pasó alto también. El umpire se volteó hacia un lado para marcar la bola, sin ningún aspaviento.

Dos bolas, cero strike.

-No te me vayas a descontrolar a estas horas de la noche, papito lindo- volvió a hablar para todas las tribunas el chintano.

Bola, mala, la tercera, cantó Sucre Frech desde el radio con gran alarma.

-¿Qué ha pasado?- preguntó la mujer sin dar la cara.

-¡Qué barbaridad!- se lamentó el gordo, y lo miró a él, con lástima sincera. El sólo sentía que el sudor le mojaba copiosamente la badana del sombrero.

El catcher pidió tiempo y fue trotando hasta la lomita a conferenciar con el muchacho. Escuchó muy atento lo que el catcher le decía, al mismo tiempo que rebotaba la bola contra el guante.

La conferencia en la lomita ya terminaba, el catcher se colocaba de nuevo la máscara y el bateador volvía al plate. El próximo lanzamiento una bola y el negro del uniforme tilinte tiraría burlón el bate para trotar hacia la primera base, contento de la desgracia ajena.

¡Strike!, se oyó cantar en el gran silencio al umpire, el brazo en una manigueta violenta. Cuando el eco del pujido se apagó, parecía oirse el chisporrotear de los focos desde la altura de las torres.
-El automático- dijo el chintano.

La cuenta es de tres bolas, un strike. No hay out. Sucre Frech no dijo más. Por el radio sólo entraban ráfagas de estática.

Acurrucado y con los brazos pegados a las rodillas, se sentía como indefenso. Pero su ilusión lo hacía deshacerse en el mismo vapor iluminado que descendía de las torres, del cielo estrellado mismo. Era una ilusión que le dolía.

¡Strike!, volvió a cantar el juez.

-Ese strike lo oyeron en todo Managua- se sonrió afable el gordo.

El negro le había tirado a la bola con toda el alma y después de girar en redondo quedó trastabillando, desbalanceado.

-Si llega a agarrar esa bola, no la vemos nunca más- dijo el chintano, que seguía predicando en el desierto.

Tres bolas, dos strikes. Los que padecen del corazón, mejor apaguen sus receptores y averigüen mañana en el periódico qué es lo que pasó aquí esta noche.

El muchacho cazó con desgano la bola que le devolvía el catcher, una bola nueva. La observó en su mano, como interrogándola.

La mujer seguía preguntando qué pasaba, oculta tras la cartera.

-Qué jodés- la regañó el gordo, nervioso.

El negro soltó un batazo altísimo que el viento trajo hasta el dog-out del San Fernando, cerca de donde ellos estaban sentados. El catcher vino en su persecusión, con cara desesperada, pero la bola fue a rebotar con golpes sordos en el techo de los palcos. -La cuenta ser mantiene en tres y dos- dijo el chintano, como si fuera el locutor.

-¿Vos sos payaso, o qué?- el gordo ya estaba bravo: roletazo entre short y tercera, sale el short, recoge, tira a primera: ¡out en primera!

A él la ilusión se le subió a la garganta, estalló allí triunfalmente y el estallido lo inundó por completo. ¿Volvería con él a Masatepe esa misma noche? Cohetes, el gentío en la calle, habría que cerrar la puerta de la zapatería, no fueran a robársele todo.

El ojo rojo de la pizarra estaba marcando el primer out.

-Ya va llegando, va llegando- suspiró la mujer, con esfuerzo.

Sintió que el gordo le echaba afectuosamente el brazo, el chintano le palmeaba la espalda chabacanamente, el dueño del radio le subía más el volumen, en señal de alegría.

-No me feliciten todavía- pidió él, deteniéndolos con un gesto de las dos manos, pero más bien les quería decir: felicítenme, abrácenme todos y todos distraídos, riéndose, comentando.

El sorpresivo sonido del bate los hizo volver de inmediato la vista al cuadro.

Vió la bola blanca, nítida, rebotar en el engramado en viaje hacia la segunda base y detrás de la almohadilla el hombre de segunda ya estaba allí, venía al encuentro de la bola y le llegaba de costado, la recogía, recoge, la saca del guante, va a tirar a primera, la pierde entre las manos, una malabar que no acaba nunca, recupera, tira a primera, viene el tiro, el tiro es abierto.

El corredor pasaba raudo sobre la almohadilla de primera y con su misma sonrisa de un momento antes pidiéndoles que no lo felicitaran, él tornaba a mirarlos, todo aquello era mentira y era locura. Pero el juez de primera vestido de negro seguía allí, casi en cuclillas, los brazos abiertos barriendo una y otra vez el suelo, mientras el corredor se afirmaba desafiante sobre la almohadilla y lanzaba a lo lejos el casco protector.

El dueño del radio le quitó el volumen. La voz de Sucre Frech sonaba, pero ya no se entendía lo que seguía diciendo desde la cabina.

-Detrás del error, viene el hit- dijo el chintano, implacable. Los dos o tres fotógrafos que andaban por el campo, se congregaron junto al home plate.

El sonido claro y sólido del bate lo llamó otra vez desde las profundidades donde andaba perdido y desconsolado. La bola picaba en el fondo del centerfield, rebotaba contra la cerca y el hombre de primera estaba llegando cómodamente a la tercera base, venía el tiro de vuelta al cuadro, en relevo hacia el catcher para contener al corredor en tercera, un tiro malísimo y la bola casi la metían en el dog-out, los flashes de los fotógrafos denunciaban que estaban entrando a la carrera del empate y el segundo corredor ya doblando por tercera, la bola no llegaba nunca y el hombre se barría en home en medio de una gran polvareda y más flashes de los fotógrafos.

-¡Allí está el Boer, pendejos!- gritó el gordo, feliz.
El miró desconsolado a los del grupo.

-¿Y ahora?- les preguntó, casi sin darse a oir.

-La bola es redonda- declaró desde atrás el chintano, ya de pie para irse.

La poca gente comenzó a salir, despreocupada, apresurada. El gordo se alisó el pantalón por las nalgas, buscando el viaje. El San Fernando ya había desaparecido del cuadro. El gordo y la mujer se alejaron, platicando.

Entonces él recogió el portaviandas y la botella de café con leche ya fría. Empujó la puertecita de cedazo y entró al terreno. En el dog-out los jugadores andaban perdidos en la penumbra, vistiéndose para irse.

Se sentó en la banca junto al muchacho y desamarró el trapito que cubría el portaviandas. El muchacho, el uniforme traspasado de sudor, los zapatos llenos de tierra, comenzó a comer en silencio. A cada bocado que daba lo miraba a él. Masticaba, daba un trago de la botella, y lo miraba a él.

Mientras comía se quitó la gorra para secarse el sudor del pelo y una ráfaga de viento que arrastraba polvo desde el diamante, se le llevó la gorra. El se levantó presuroso para ir tras la gorra del muchacho, y logró recogerla más allá del home plate.

Del lado del rightfield comenzaron a apagar las torres. Sólo quedaban los dos en el estadio, rodeados por las graderías silenciosas que empezaban a ser invadidas por la oscuridad. Volvió con la gorra y se la puso cuidadosamente en la cabeza al muchacho que seguía comiendo.
(Clave de sol)