10 de febrero de 2012

La admirable ocurrencia de Farrals

  Rubén Darío.

I

¡Oh, qué gran tipo este Farrals! Todos los que le conocen dicen eso, y Farrals oye el elogio con un cierre de ojos y una sonrisa de complacencia.

Farrals es catalán, y tiene muy bravas condiciones de su raza. Sobre todo, es intrépido para el negocio. Sólo que se pasa de bruto. Si lo fuese menos, tendría un rollizo capital y lo guardaría con mucho cuidado. Porque son historias eso de que se ha comido millón y medio con su difunta mujer. ¡Son historias! Por más que él diga que eso pasó en su juventud, ¡son historias!

Los que conocen a Farrals en París saben que desde hace más de treinta años no se dedica más que a la cotidiana caza del luis. Del luis, nada más que del luis. Si cae algo encima, tanto mejor. Y ese algo suele caer ¡Vaya si suele caer! ¡Como que el excelente Farrals, que es tan bruto, encuentra siempre entre los hombres que busca otro más bruto que él!
II

¿Qué hace Farrals? Todo: sabe cosas de boticario y ha inventado específicos misteriosos, para lanzas los cuales ha buscado, en vano, un socio comanditario; es medio dibujante, medio fotógrafo, medio comisionista, medio librero, medio panadero, y, sobre todo, tiene un fino olfato para distinguir la «pera», como dicen los parisienses, la pera hispanoparlante, pues Farrals, interesado en vagas hojas de publicidad, visita los hoteles en que se alojan ciertas gentes, y luego hace publicar retratos y sueltos que dicen: «Han llegado a París el eminente chocolatero de Sinalva, don Fructuoso Mier, y su bella esposa. Saludamos y deseamos grata permanencia a tan ilustres huéspedes.» Y Farrals no ha perdido su luis, y si don Fructuoso no cae, caerá otro. 

III

Farrals tiene un humor y ocurrencias singulares. Sucedió, pues, que, hace algún tiempo, la mujer de Farrals, que le «guisaba bien las patatas», como él dice, y que estaba muy obesa, cayó enferma. Esto no alteró el modo de ser de nuestro personaje, que, al preguntarle cómo seguía su ídolo, no hacía más que contestar: «¡Inconvenientes, inconvenientes, inconvenientes!» ¡Mala pécora de Farrals!

Farrals no cree en los médicos, y aunque creyera, ¿qué necesidad tiene de ellos, sabiendo como él sabe, Según he dicho, muchas cosas de boticaro? Así es que la mujer de Farrals (Dios, verdaderamente, la debe tener en la gloria) tuvo que probar todo cuánto los conocimientos de su marido le administraron: bebedizos amargos, bebedizos dulces, bebedizos sospechosos y de todos colores.

–¿Cómo sigue su señora Farrals?

–La tengo envuelta en ungüentos.

La señora de Farrals, según supimos después los que teníamos noticias de su existencia, soportó con toda resignación los brebajes y las unturas. De obesa que era, se convirtió en esqueleto. Y Farrals inventaba nuevos remedios y se los aplicaba con una tranquilidad temible. ¡Pobre señora de Farrals! 

IV

¡Oh tú, llama casi extinguida, pájaro perdido en el enorme bosque humano! ¡Te irás muy lejos, pasarás como una visión rápida, y no sabrás nunca que has tenido cerca un soñador que ha pensado en ti y ha escrito una página a tu memoria, quizá enamorado de esa palidez de cera, de esa melancolía, de ese encanto de tu rostro enfermizo, de ti, en fin, paloma del país de Bohemia, que no sabes a cuál de los cuatro vientos del cielo tenderás tus alas el día que viene!

V

Dejamos de ver a ese hombre extraordinario por algún tiempo.

Y aun poco se le advirtió en los hoteles y casas de hospedaje, en donde él daba constantemente caza a su luis consuetudinario.

–¿Qué será de Farrals? –nos decíamos.

Hace pocos días le divisé, más animado que nunca. Había aumentado de vientre, su cara parecía más ancha, y anda, sobre el asfalto del bulevar, con más desembarazo que el acostumbrado.

–Farrals, ¡cuánto tiempo sin verle!

–¡Vea usted la cinta negra de mi sombrero! –me dijo–. Pero ¡se ha perdido –agregó, se ha perdido! ¡A usted que le gusta tanto el buen bocado!

–Pero ¿qué, Farrals, qué me he perdido?

–¡Las cotelettes! Hace dos días enterré a mi mujer. Fueron varios amigos al entierro. A la salida los invité a un bouiloncito que conozco por allí cerca, y allí nos dieron unas cotelettes de chuparse los dedos. ¡Se ha perdido, le digo, se ha perdido!

¡Demonio de Farrals!

Hebraico

  Rubén Darío.

Aquel día el viejo Moisés, estando solo en su tienda, todavía con el sagrado temblor que ponía en sus nervios la visión de Dios –pues acababa de recibir de Jehová una de tantas leyes del gran Levitico–, sintió una vocecita extraña que le llamaba de afuera.

–Entra –respondió.

Acto continuo, saltó dentro una liebre.

La pobrecita venía cansada, echando el bofe, pues a carrera abierta había comenzado su caminata desde las faldas del Sinai, hasta el lugar en que, residía el legislador.

¿Moisés?

Servidor...

Con mucho interés, como una liebre que estuviese comprometida en asuntos graves, comenzó:

–Señor, ha llegado a mis orejas que acabáis de promulgar la ley que declara a ciertos animales puros y a otros impuros. Los primeros pueden ser comidos impunemente, los segundos tienen para ellos una gracia especial, por la cual no pueden ser trabajados para el humano estómago. Interesada en la cuestión, espero vuestra palabra.

Y Moisés:

–No tengo inconveniente. Aarón, mi hermano, y yo hemos oído de la divina boca la ley nueva. Sígueme.

A las puertas del templo estaba Aarón recién consagrado pontífice, bello y soberbio como un rey del tabernáculo.

La luz hacía brillar la pompa santa, y el sacerdote ostentaba su túnica de jacinto, su ephod de oro, jacinto y púrpura, lino y grana reteñida y su luciente y ceñido cinturón.

Las piedras del racional se descomponían en iris trémulos; las palabras bíblicas, el sordio, el topacio, la verde esmeralda, el jaspe, el zafiro azul y poético, el carbuncio, sol en miniatura, el ligurio, el ágata, la amatista, el crisólito, el ónix y el berilo. Doce piedras, doce tribus. Y Aarón, con ese bello traje, hacia sus sacrificios siempre. ¡Qué hermosura!

Oyó de labios de Moisés la petición de la liebre, y con una buena risa accedió así:

Sabed –dijo– que el mandamiento del Señor es:

–Los hijos de Israel deben comer estos animales: los que tienen la pezuña hendida y rumian.

–Los que rumian y no tienen la pezuña hendida, son inmundos, no deben comerse.

–El querogrilo es un inmundo.

–Y la liebre (aquí la liebre dio un salto). Porque también rumia y no tiene hendida la pezuña.

–Y el puerco, por lo contrario.

–Lo que tiene aletas y escamas, así en el mar como en los ríos, se comerá.

–Esto en cuanto a los peces.

–De las aves, no se comerá ni el águila ni el grifo, ni el esmerejón.

Lo propio el milano y el buitre y el cuervo y el avestruz y la lechuza y el laro. Nada de gavilanes. Nada de somormujos y de ibis y cisnes.

–Tampoco se comerá el onocrótalo, ni el calamón, el herodión y el caradión y la abubilla y el murciélago.

–Todo volátil que anda sobre cuatro patas será abdominable como no tenga las piernas de atrás como el brucó, el attaco y el ofiómaco.

–Son inmundos los animales que rumian y tienen pezuña, pero no hundida; y aquellos que tienen cuatro pies y andan sobre las manos.

–Además, la comadreja, el ratón, el cocodrilo, el camaleón, la migala y el topo.

Y al concluir pronunció un “he dicho” que dio por terminado el extracto de la ley.

La liebre meditaba.

–Señores- exclamó al cabo de un rato (¡desgraciada! Sin saber que se perdía, y con ella toda su raza) –, se ha cometido un crimen atroz. Un israelita, un hijo de Hon, hijo de Pheleth, hijo de Rubén, ha hecho de un hermano mío un guiso, y se lo ha comido.

Aarón y Moisés se miraron con extrañeza.

La barba blanca del gran hebreo, moviéndose de un costado a otro sobre los pechos, demostraba una verdadera exaltación en el anciano augusto. ¡Cómo! Alguno de las tribus que oían por él la palabra de Dios se había atrevido en ese propio día, a contravenir la más fresca de las leyes! ¡Cómo! ¡No valía nada que hubiese él recibido las tablas magnas del Eterno Padre, y que hubiese consagrado pontifice a su hermano Aarón! Ya verían, ya verían. Truenos se habían escuchado sobre su cabeza escultórica, relámpagos le habían surcado la frente, y ahora, ¿qué? ¡Con que un israelita!

Muy bien.

Presto, presto, se buscó al culpable. Se le encontró. Venía hasta con restos del cuerpo del delito. Como quien dice con cazuela y todo. El cacharro humeaba mantecoso y despidiendo un rico olor de fritanga, ni más ni menos que como chez Brinck, en el Hotel Inglés, o donde papá Bounout. El resto de la liebre estaba ahí.

La liebre viva miraba con sus redondos ojos espantados a los dos hermanos. Aarón interrogaba al acusado, Moisés examinaba en tanto el guiso, verdaderamente digno de aquel antecesor de Lúculo y de los Dumas.

El acusado se defendió como pudo. Explicó su necesidad y disculpó su apetito, alegando ignorancia de la nueva ley.

Había que juzgarle severamente. Quizá hubiera podido ser lapidado. Mas le salvó una circunstancia, un detalle, que la liebre acusadora contempló con horror: los dos jueces hermanos probaron el manjar cocinado por el rubenista, y según cuenta el pergamino en que he leído esta historia, concluyeron por chuparse los dedos y perdonar al culpable. La consabida clase de animales fue declarada comible y sabrosa.

Pero el buen Dios, que oyó las quejas del animal acusador, se condolió de él y le concedió un cirineo que le ayudase a sufrir su destino.

Desde aquel día de conmiseración se da a las veces gato por liebre.

Rosa enferma

Rubén Darío

(Fugitiva) 

I

Pálida como un cirio, como una rosa enferma. Tiene el cabello oscuro, los ojos con azuladas ojeras, las señales de una labor agitada, y el desencanto de muchas ilusiones ya idas... ¡Pobre niña!

Emma se llama. Se casó con el tenor de la compañía, siendo muy joven. La dedicaron a las tablas cuando su pubertad florecía en el triunfo de una aurora espléndida. Comenzó la comparsa y recibió los besos falsos de dos amantes fingidos de la comedia. ¿Amaba a su marido? No lo sabía ella misma. Reyertas continuas, rivalidades inexplicables de las que pintaría Daudet; la lucha por la vida en un campo áspero y mentiroso, el campo donde florecen las guirnaldas de una noche, y la flor de la gloria fugitiva; horas amargas, quizá semiborradas por momentos de locas fiestas; el primer hijo; el primer desengaño artístico; ¡el príncipe de los cuentos de oro, que nunca llegó!; y en resumen, la perspectiva de una senda azarosa, sin el miraje de un porvenir sonriente. 

II

A veces está meditabunda. En la noche de la representación es reina, princesa, delfín o hada. Pero bajo el bermellón está la palidez y la melancolía. El espectador ve las formas admirables y firmes, los rizos, el seno que se levanta en armoniosa curva; lo que no advierte es la constante preocupación, el pensamiento fijo, la tristeza de la mujer bajo el disfraz de la actriz.

Será dichosa un minuto, completamente feliz un segundo. Pero la desesperanza está en el fondo de esa delicada Y dulce alma. ¡Pobrecita! ¿En qué sueña? No lo podría yo decir. Su aspecto engañaría al mejor observador. ¿Piensa en el país ignorado adonde irá mañana, en la contrata probable, en el pan de los hijos? Ya la mariposa del amor, el aliento de Psiquis, no visitará ese lirio lánguido; ya el príncipe de los cuentos de oró no vendrá. ¡Ella está, al menos, segura de que no vendrá!

8 de febrero de 2012

Gerifaltes de Israel

Rubén Darío

I

En el parlor hay cuatro pequeños escritorios. Todos ellos están ocupados, desde por la mañana, por cuatro pasajeros, en cuyas faces se distingue un signo de raza: se pensaría que son extraídos de la menagerie de Drumont.

Cerca, unos cuantos conversamos.

Todas las cuatro cabezas de los hombres que escribían, se alzaron, y miraron hacia nuestro grupo. La prueba estaba hecha. Eran cuatro cabezas llenas de salud fuerte, de un rosado subido; aspectos de aves de rapiña, con las narices curvas y los ojos de persecución. Esos comerciantes, esos exploradores de presa, se velan que estaban poseídos por su demonio ancestral, y que antes que en la sinagoga, tenían su culto en la banca, en las casas áureas de Francfort, de Viena, de Berlín, de París, de Londres. Eran cuatro gerifaltes enviados por los grandes aguiluchos y gavilanes de Europa a buscar caza en América.

Y cada cual, en la conversación, expresó su reflexión, o contó su anécdota, o dijo su cuento humorístico.

II

–Hay uno muy conocido –dijo alguien–. Una vez iban en un pequeño barco que llevaba una carga de naranjas, como pasajeros, un negrito y un judío. Sobrevino una fuerte y amenazadora tempestad. Y fue preciso, después de mucho bregar con el tiempo, aligerar la carga. El patrón echó al agua las naranjas. Luego un banquito de madera. Luego al negrito. Luego al israelita. Y sucedió que una vez pasada la tempestad, fue pescada, en la costa, una gran bestia marina. Y al abrirle el vientre, se encontró al judío, sentado en el banquito, y vendiendo las naranjas al negro.

–A la verdad, estas gentes fueron obligadas por la necesidad a hacer que se cumpliesen las profecías y que Israel fuese dueño del mundo, con todo y ser abominado y perseguido. Se les miró peor que a los leprosos, se les abominó, se les echó de todas partes, se les condenó al gheto, a la esclavitud y aun a la hoguera. Se les prohibió la tierra. Ellos encontraron entonces su campo en el dinero; fueron avaros y hábiles, y Shylock afiló su indestructible cuchillo. Y a medida que la civilización ha ido avanzando, el poderío de esa raza maldecida, pero activa y temible, se ha ido aumentando, a medida que ha ido en crecimiento la rebusca del oro, la omnipotencia del capital y la creación de una aristocracia cosmopolita, de universal influencia, cuyos, pergaminos son cheques y cuya supremacía ha invadido todas las alturas, halagando todos los apetitos.

He ahí la obra de los halcones de Manmón, de los gerifaltes de Israel.

III

Los cuatro israelitas se habían levantado y habían dejado, en signo de posesión, sus cartapacios sobre las mesas de escribir. Se paseaban fumando gruesos cigarros, hablando en voz alta, haciendo grandes gestos y ademanes y caminando a zancadas, con sus largos y anchos pies. Y hablan en ellos una animalidad maligna.

Febea

Rubén Darío

Febea es la pantera de Nerón.

Suavemente doméstica, como un enorme gato real, se echa cerca del César neurótico, que le acaricia con su mano delicada y viciosa de andrógino corrompido.

Bosteza, y muestra la flexible y húmeda lengua entre la doble fila de sus dientes, de sus dientes finos y blancos. Come carne humana, y está acostumbrada a ver a cada instante, en la mansión del siniestro semidiós de la Roma decadente, tres cosas rojas: la sangre, la púrpura y las rosas.

Un día lleva a su presencia Nerón a Leticia, nívea y joven virgen de una familia cristiana. Leticia tenía el más lindo rostro de quince años, las más adorables manos rosadas y pequeñas; ojos de una divina mirada azul; el cuerpo de un efebo que estuviese para transformarse en mujer –digno de un triunfante coro de exámetros, en una metamorfosis del poeta Ovidio.

Nerón tuvo un capricho por aquella mujer: deseó poseerla por medio de su arte, de su música y de su poesía. Muda, inconmovible, serena en su casta blancura, la doncella oyó el canto del formidable "imperator" que se acompañaba con la lira; y cuando él, el artista del trono, hubo concluido su canto erótico y bien rimado según las reglas de su maestro Séneca, advirtió que su cautiva, la virgen de su deseo caprichoso, permanecía muda y cándida, como un lirio, como una púdica vestal de mármol.

Entonces el César, lleno de despecho, llamó a Febea y le señaló la víctima de su venganza. La fuerte y soberbia pantera llegó, esperezándose, mostrando las uñas brillantes y filosas, abriendo en un bostezo despacioso sus anchas fauces, moviendo de un lado a otro la cola sedosa y rápida.

Y sucedió que dijo la bestia:

–Oh Emperador admirable y potente. Tu voluntad es la de un inmortal; tu aspecto se asemeja al de Júpiter, tu frente está ceñida con el laurel glorioso; pero permite que hoy te haga saber dos cosas: que nunca mis zarpas se moverán contra una mujer que como ésta derrama resplandores como una estrella, y que tus versos, dáctilos y pirriquios, te han resultado detestables.

Enriqueta

Rubén Darío

(Página oscura)

I

Está agonizando la pobre niña, no lejos de mí. Ayer no más, la he visto en el Colegio de Sión; morena entre las blancas, humilde entre las orgullosas, pequeña entre las opulentas. Pero tenía suavidad natural, inteligencia vivaz, y una de las buenas religiosas me habló con amor y sentimiento de aquella tierna esperanza.

Está agonizando. La fiebre la quema y la martiriza, y, en tanto que le emblanquece el rostro, le pone las manos convulsas. Vengo de verla. ¡Qué dolor da al alma ese cuerpecito que padece! Cuerpo de doce años, que acaba de recibir el primer halago de la pubertad; alma de doce años que acaba de sentir dos cosas divinamente incomparables: ¡la ilusión y la fe!

II

En medio del paraíso del ensueño, la sorprendió el pálido espíritu del sepulcro. ¿Se la lleva Dios porque la prefiere? El verso pagano y la creencia católica se juntan en mi mente. ¡La muerte es tan terrible cuando llega delante del sagrado candor de la florida juventud! La edad de doce años la conoce Céfiro, la conoce Psiquis. Es la edad en que florece el primer botón del limonero. La paloma que vuela por primera vez es hermana de la niña que cumple doce años.

III

¡La niña se muere! La madre está llorando. Dice:

–¡Ay mi hijita! –Y se le desgarra el corazón. No puedo poner artificiosas frases en este capítulo.

No puedo hacer prosa que no me salga de lo hondo del corazón.

Lo que escribo ahora es lo que miro y lo que siento. Sufro con la desgraciada mujer que ve a su niña lívida y agonizante; sufro con los que la ven morir; sufro por ese capricho de la muerte, que corta una flor nueva para echarla al negro río que no sabe adónde va.

IV

Pero todo poeta –si no la tiene, debe robarla– posee la fe sublime y admirable. Y yo, el último de todos, pongo, cuando muere esta inocente, en su tumba, las flores de la Esperanza, que brotaron por primera vez en el paraje donde se plantó la Cruz de Cristo.

7 de febrero de 2012

Las siete bastardas de Apolo

Rubén Darío
I
Siete figuras aparecieron cerca de mí. Todas vestidas de bellas sedas; sus gestos eran ritmos, y sus aspectos armoniosos encantaban.

Al hablar, sus lenguajes eran música; y si hubiesen sido nueve, habría creído seguramente que eran las musas del sagrado Olimpo. Había en ellas luz y melodía y atraían como un imán supremo.

Yo me adelanté hacia el grupo mágico, y dije:

–Por vuestra belleza, por vuestro atractivo, ¿seréis acaso los siete pecados capitales, o quizá los siete colores del iris, o las siete virtudes, o las siete estrellas que forman la constelación de la Osa?

–¡No! –me contestó la primera figura–. No somos virtudes, ni estrellas, ni colores, ni pecados.

Somos siete hijas bastardas del rey Apolo; siete princesas nacidas en el aire, del seno misterioso de nuestra madre la Lira.

II
Y adelantándose la primera, me dijo:

–Yo soy Do. Para ascender al trono de mi madre, la sublime reina, hay siete escalones de oro purísimo. Ya estoy en el primero.

Otra me dijo:

–Mi nombre es Re. Yo estoy en el segundo escalón del trono. Mi estatura es mayor que la de mi hermana Do. Pero la irradiación de nuestros cabellos es la misma.

Otra me dijo:

–Mi nombre es Mi. Tengo un par de alas de paloma, y revuelo sobre mis compañeras, desgranando un raudal de trinos de oro.

Otra dijo:

–Mi nombre es Fa. Me deslizo entre las cuerdas de las arpas, bajo los arcos de las violetas, y hago vibrar los sonoros pechos de los bajos.

Otra me dijo:

–Mi nombre es Sol. Tengo nombre de astro y resplandezco ciertamente entre el coro de mis hermanas. Para abrir el secreto del trono, en la puerta de plata y en la puerta de oro, hay dos llaves misteriosas. Mi hermana Fa tiene la una; yo tengo la otra.

Otra dijo:

–Mi nombre es La, penúltima del poema de Mallarmé. Soy despertadora de los dormidos o titubeantes instrumentos, y la divina y aterciopelada Filomena descansa entre mis senos.

La última estaba silenciosa, y yo le dije:

–¡Oh, tú, que estás colocada en el más alto de los escalones de tu madre la Lira: eres buena, eres bella, eres fascinadora; deberás tener entonces un nombre suave como una promesa, fino como un trono, claro como un cristal:

Y ella contestó sonriente:

–Sí.

El último prólogo

Rubén Darío

Salía de la redacción de La Nación cuando me encontré con un joven, vestido elegantemente, cuidado y airoso, con una bella perla en la finísima corbata y un anillo de rica piedra preciosa.

Me saludó con la mayor corrección y me manifestó que deseaba acompañarme, pues tenía algo importante que decirme. Éste es un joven poeta, a la moderna, pensé y acepté gustosa su compañía.

–Señor. –me dijo–, hace tiempo que deseaba tener una entrevista con usted. Le he buscado por todos los cafés y bares; porque... conociendo su historia y u leyenda...
¿Usted comprende?

–Sí –le contesté-, comprendo perfectamente.

Y no le he encontrado en ninguno, lo cual es una desilusión. Pero, en fin, le he hallado en la calle, y aprovechando la ocasión para manifestarle todo lo que tenía que decirle.

–¿...?

–Se trata de la autoridad literaria de usted, de la reputación literaria de usted, que desde hace algún tiempo está usted comprometiendo con esos de lo prólogos en extremo elogiosos, en prosa y en verso. Sí, señor, permítame usted que sea claro y explícito.

El joven hablaba con un tono un poco duro y golpeado, como deben haber hablado los ciudadanos romanos, y como hablan los ciudadanos de los Estados Unidos de Norteamérica. Continuó:

–No me refiero a las alabanzas que hace usted a hombres de reconocido valer. Eso explica y es natural, aunque no siempre exista la reciprocidad..., ¡qué quiere usted! Me refiero a los líricos e inesperados sermones con que usted nos anuncia de cuando en cuando el descubrimiento de algún ilustre desconocido. Mozos tropicales y no tropicales ascetas, estetas, que usted nos presenta con la mejor buena voluntad del mundo y que luego le pagan hablando y escribiendo mal de usted... ¿Comprende?... ¿No escribió usted en una ocasión que casi todos los pórticos que había levantado para las casas ajenas se le habían derrumbado encima? No; no me haga usted objeciones. Conozco su teoría; las alabanzas, sean de quien sean, no pueden dar talento al que no lo tiene... No hay trovador, de Sipesipe, de Chascomún, de Chichigalpa, que no tenga la frente ceñida de laureles y el corazón hechindo de soberbia con su correspondiente cartica del israelita o del rector consabido. Y todo eso hace daño, señor mío. Y luego llega usted con los prólogos, con los versos laudatorios, escritos, a lo que supongo, quién sabe en qué noches...

Sí, ya sé que usted me hablará de ciertas poesías de Víctor Hugo dirigidas a amigos que hoy nadie sabe quiénes eran, gentes mediocres y aprovechadoras. Ya sé que me hablará también de las Dedicases de Verlaine; ¡pero éste siquiera se desquitaba con las Invectives! No; no me hable usted de su generoso sentimiento, de que es preciso estimular a la juventud, de que nadie sabe lo que será más tarde...No, de ninguna manera.

No insista en esa caridad intelectual. Le va a su propio pellejo.

Fuera de que todos aquellos a quienes estimule y ayude se convertirán en detractores suyos, va usted a crear fama de zonzo! No me interrumpa, le ruego. ¿Y cree usted que hace bien? ¡De ninguna manera! Muchos de estos muchachos desconocidos a quienes usted celebra, malgastan su tiempo y malogran su vida. Se creen poseedores de la llama genial, del “deus”, y en vez de dedicarse a otra cosa, en que pudieran ser útiles a su familia o así mismos, se lanzan a producir a destajo prosas y versos vanos, inservibles, y sin meollo. Pierden sus energías en algo que extraño a ellos pontifican en adolescencia insensatas, no perciben ni el ridículo, ni el fracaso: logran algunos formarse una reputación surfaite. Hay quienes, en el camino reflexionan y siguen el rumbo que les conviene... Son los menos...¿A cuántos ha hecho usted perjuicios con sus irreflexivos aplausos, tanto en España como en América? Usted se imagina que cualquier barbilampiño entre dos veces que le lleva un manuscrito para el consabido prólogo, o presentación, o alabanza en el periódico, está ungido y señalado por el padre Apolo; que puede llegar a ser genio, un portento; y porque una vez le resultó con Lugones, cree usted que todos son Lugones? A unos les encuentra usted gracia, a otros fuerza, a todos pasión de arte, vocación para el sacerdocio de las musas... ¡Qué inocente es usted! A menos que no sea un anatolista, un irónico, un perverso, que desea ver cómo se rompe la crisma poética tanto portaguitarra o portacordeón! Perdóneme usted que sea tan claro, que llame como dice el vulgar proloquio, al pan pan y al vino vino... Y luego insisto en lo que acabo de decir. ¿Qué saca usted con toda esa buena voluntad y con el ser el San Vicente de Paúl de los ripiosos? ¡Enemigos, mi querido señor, enemigos! Yo sé de uno que se levantó la voz y le sitió en su propia casa, y por último ha escrito contra usted porque no encontró suficiente el bombo que usted le daba, ¡ y era doble bombo!

¿Qué no se fija usted en todo eso, hombre de Dios? ¡Y otro, a quien usted pintara de tan artística manera, y que hoy le alude insultantemente en las gacetas! ¡Y tantos otros más!

¿Qué se reconoce usted vocación para el martirio?

¿Insistirá usted en descubrirnos esos tesoros que quiere demostrarnos su buen querer?

Reflexiones, vuelva sobre sus pasos. No persista en esa bondad que se asemeja mucho a la tontería. Hay prefacios y dedicases que le debían dar a usted pena, sobre todo al recordad la manera con que le han correspondido... No digo yo que cuando, en verdad, aparezca un verdadero ingenio, un verdadero poeta, un Marcellus a quien augurar grandezas, no lo haga usted. Suene usted su trompeta, sacuda bien el instrumento lírico.

¡Pero es tan raro! Y corre usted tanto peligro en equivocarse como sus lectores y los que creemos en el juicio y en el buen gusto de usted en tomar gato por liebre. Siquiera se contentase usted con imitar las esquelas huguescas: “Sois un gran espíritu” “Iungamus dextras”. “Os saludo.” ¡Pero no! Usted se extiende sobre los inesperados valores de los panidas de tierra fría: usted nos señala promesas que no se cumplen; usted da el espaldarazo sin pensar si se reúnen todas las condiciones de la caballería..., cuando tal vez se reúnen demasiado...; usted no averigua si el neófilo puede pronunciar como se debe el schibolet sagrado y lo deja entrar, no más, a la ciudad de la Fama... No, señor, no.

Es preciso que usted cambie de conducta y cierre la alacena de fáciles profecías.
Acuérdese de lo que le pasó a don Marcelino Menéndez y Pelayo, en la época en que no había quien le pidiera una representación al público que no saliera con la suya. Y don Marcelino llegó casi a perder autoridad, y cuando lo percató cerró la espita prologal. . . Los que exigen las presentaciones no se contentan sino con que se queme todo el turíbulo... Si usted escatima, o aminora la alabanza, la enemistad o el rencor aparecerán pronto. Así, ¿cuántos malos ratos no ha dado usted a su inagotable complacencia en encontrar con que se echa usted de malquerientes a los malquerientes de la persona loada?...

Pero ninguno será peor para usted, con lengua y pluma, que aquel a quien haya hecho el servicio intelectual . . . No me haga observación ninguna, que aquí estamos bien enterados... ¿Cuántos pórticos, prólogos, prefacios, retratos y presentaciones ha escrito usted, vamos a ver? Cuente usted con los dedos y dígame cuántos amigos leales le quedan, si le queda alguno entre todos los favoritos... Sí, claro que hay excepciones.

Mas, después de todo, ¿valía la pena exponerse a esos resultados?... Y es tiempo ya de concluir con ese peligroso altruismo. Créame usted, hágalo así... Eso deseamos muchos. Ya nos lo agradecerá.

El joven no me había dejado responder nada, bajo el alud de sus palabras. Habíamos llegado a la puerta de mi hotel. Le tendí la mano para despedirme. Pero él me dijo:

–Permítame un momento. Deseo pedirle un pequeño servicio –y sacó un rollo de manuscritos y me lo entregó.

–Permítame un momento. Deseo pedirle un pequeño servicio –y sacó un rollo de manuscritos y me lo entregó.

–¿Qué deseaba usted? –le interrogué.

Y él, decidido y halagador:

–Un prólogo.

El salomón negro

Rubén Darío

Entonces –cuando Salomón va a reposar en el último sueño y mientras duermen, en un salón de cristal, fatigados grupos de satanes–, una tarde quédase desconcertado: surge ante su vista, como una estatua de hierro, una figura extraordinaria, genio o príncipe de la sombra. ¿Qué genio, qué príncipe tenebroso para él desconocido? La fuerza de su anillo ante la aparición, quedaba inútil. Pregunta:

–¿Tu nombre?

–Salomón

Mayor sorpresa del Sabio. Fíjase luego en la rara belleza de su rostro, de un talante, de una mirada iguales a los suyos. Diríase su propia persona labrada con un inaudito azabache.

–Sí –dijo el maravilloso Salomón negro–. Soy tu igual, sólo que soy todo lo opuesto a ti. Eres el dueño del anverso del disco de la tierra; pero yo poseo el reverso. Tú amas la verdad; yo reino en la mentira, única que existe. Eres hermoso como el día, y bello como la noche. Mi sombra es blanca. Tú comprendes el sentido de las cosas por el lado iluminado por el sol, yo por lo oculto. Tú lees en la luna visible, yo en la escondida. Tus djinns son monstruosos; los míos resplandecen entre los prototipos de belleza. Tú tienes en tu anillo cuatro piedras que te han dado los ángeles; los demonios colocaron en el mío una gota de agua, una gota de sangre, una gota de vino y una gota de leche. Tú crees haber comprendido el idioma de los animales; yo sé que solamente has comprendido los sonidos, no lo arcano del idioma.

Mudo Salomón, hasta entonces, exclamó:

–¡Por Dios Grande! Maléfico espíritu que a él y su mejor hechura te atreves, ¿cómo osar asegurar tales cosas? Los hombres pueden contaminarse de error; pero los animales del Señor viven en la pureza. ¿Cómo su pensar inocente pudo haberme engañado?

Y el Salomón negro:

–Evoca –dijo– al ángel de forma de ballena que te dio la piedra en que está escrito: Que todas las criaturas alaben al Señor.

Salomón puso el anillo sobre su cabeza y el ángel deforme apareció.

–¿Cuál es tu nombre cierto? –preguntó el Salomón negro.

El ángel respondió:

–Tal vez.

Y se deshizo. Salomón llamó a todos los animales y dijo el pavo real:

–¿Qué me expresaste tú?

Y el pavo real:

–Como juzgues serás juzgado.

Así pregunto a otras bestias. Y contestaron:

El ruiseñor. –La moderación es el mayor de los bienes.

La tórtola. –Mejor sería para muchos seres que no hubiesen visto el día.

El halcón. –El que no tenga piedad de los demás, no encontrará ninguna para sí.

El ave syrdar. –Pecadores: convertíos a Dios.

La golondrina. –Haced el bien, y seréis recompensados.

El pelícano. –Alabado sea Dios en el cielo y en la tierra.

El pájaro kata. –Quien calla, está más seguro de acertar.

El águila. –Por larga que sea nuestra vida, llega siempre a su fin.

El cuervo. –Lejos de los hombres se está mejor.

El gallo. –Pensad en Dios, hombres ligeros.

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–¡Pues bien! –exclama el Salomón negro–. Tú, pavo real, mientes. Entre los humanos, es el juicio malo el único que prevalece. Y entre los animales, como entre los hombres, la confianza pone en la boca de los lobos a los corderos. Tú, ruiseñor, mientes. Nada triunfa sino el ejercicio de la fuerza. La moderación se llama mediocridad o cobardía. Los leones, las grandes cataratas, las tempestades, no son moderados. Tú, tórtola, mientes, como no hables en tu sentencia de los débiles. La debilidad es el único crimen, junto con la pobreza, sobre la faz de la tierra. Tú, halcón, mientes siete veces. La piedad puede ser la imprudencia. ¡Ay de los piadosos! El odio es el salvador y potente. Aplastad a los pequeños; rematad a los heridos; no deis pan a los hambrientos; inutilizad por completo a los cojos. Así se llega a la perfección del mundo. Tú, syrdar, mientes. 

Eres el pájaro de la hipocresía. Por lo demás, Dios se llama X; se llama Cero. Tú, golondrina, mientes. Eres la querida del halcón. Tú, pelícano, mientes. Eres hermano del syrdar. Y tú, paloma, mientes. Eres la barragana del ambos. Tú, kata, mientes. Quien ruge o truena, no debe callar: la razón está siempre con él. Águila, cuervo y gallo: he de encerraros en la jaula de la insensatez. Ello es tan cierto como que Salomón en su gloria nada puede contra mí, y que el ojo del gallo no penetra la superficie de la tierra para encontrar los manantiales.

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Desaparecieron las bestias. Los satanes, despiertos, atisbaban a través de los cristales. Salomón, con una vaga angustia, contemplaba su propia imagen oscurecida en aquel que había hablado y a quien no podía dominar con sus ensalmos. Y el Negro iba a partir, cuando volvió a preguntarle:

–¿Cómo has dicho que te llamas?

Salomón –contestó sonriendo–. Pero también tengo otro nombre.

–¿Cuál?

–Federico Nietzsche.

Quedó el sabio desolado, y preparóse para ascender, con el ángel de las alas infinitas, a contemplar la verdad del Señor.

El pájaro Sirmorg llegó en rápido vuelo:

–Salomón, Salomón: has sido tentado. Consuélate; regocíjate. ¡Tú esperanza está en David!

Y el alma de Salomón se fundió en Dios.